Yo todavía no entiendo por qué algunas personas prefieren terminar las relaciones en los parques. Puede que sea por la gente que pasa o por el ruido de los carros, que no permiten una escena vergonzosa, un “te quiero mucho, no me dejes”; eso, las lágrimas consecuentes. Terminar una relación fuera es lo peor. Si sucede en la casa, todavía te queda el recurso de la escapada; el grito, el tirón de la puerta: ese giro placenteramente más dramático, algo para recordar luego entre la ira. Fuera no. Todo queda en un rondo de contenciones; miradas de un dolor inmenso como el de una puñalada. Yo lo sé, tanto como tú quizás. Por ahí, ya ves, nos han desangrado un par de veces en la calle, bajo los árboles, a plena luz del día…
A mí me pasó una vez, al borde de los 19 años, con aquella chica que sabía muy poco de todo, pero mucho de Victoria’s Secret y sus esencias, de cómo combinar entre sí ropas de colores cálidos y de concertar conjuntos para todos los días de un mes, sin repetirlos. La quise algún tiempo, siempre con miedo, consciente de que al hijo de un obrero no le dura mucho el encanto, al menos no lo suficiente como para retener a su lado a una chica que hablaba de los atardeceres vistos desde la terraza del Hotel Inglaterra.
Yo tenía los bolsillos vacíos, pero la mente llena de todo tipo de cosas que ella necesitaba para aprobar el primer año de la universidad; cosas que me salían simples, como el bostezo. Y a ella, tan falta de aliento, de inicio le gustó la soberbia de mis discursos en el aula, la originalidad de mis asociaciones y algún que otro duelo dialéctico con un profesor estúpido. Recuerdo que en octubre me dejó saborear el perfume en su cuello. Y fuimos felices hasta diciembre, mientras solo paseábamos por las avenidas rotas de La Habana; yo en busca de libros viejos, ella dividida entre bolsos y sandalias.
Todo empeoró en fin de año, cuando le pedí cenara en mi casa el 24 de diciembre. Puso algunas excusas, que sus padres y ella tenían la costumbre de cenar solo los tres, dijo, y que nos veríamos el 31. Yo pensé que solo quería ahorrarse los 50 kilómetros de ida y vuelta desde su reparto El Vedado hasta mi casa al pie de un campanario, hasta mi pueblo entre peñones, al fondo del olvido. Y la dejé ser… La llamé por teléfono al otro día. Ella estaba contenta, lo recuerdo. Habló del pavo que trajo el amigo español de su padre; de las uvas y las manzanas de la cena; yo pensé en las ausencias de mi mesa, en ese plato de pollo que iba de las manos de mi abuela a las de mi madre y hasta las mías, y en cómo intentábamos sonreír todos mientras nos desgarraba la Noche Buena. Quizá por eso le pedí pasar el 31 de diciembre con ella y le hablé de conocer a sus padres. De pronto le encantó la idea, que sí, que perfecto, con ese tono que, luego supe, usaba para referirse a las cosas pasajeras. No contestó ninguna de mis llamadas los días siguientes. Y nada, después de esperar su aviso todo el día último del año, bañado, vestido; a las 12 de la noche, en la última campanada, rompí a llorar por ella.
La vi otra vez en enero, cuando recomenzaron las clases y los exámenes. No hablamos en todo un día. A la salida de la universidad sentí que alguien se me posó en los hombros. Era ella, floral y festiva, con su sonrisa de los selfis. Se disculpó, que todo fue muy rápido, dijo, que a sus padres los invitaron a Varadero y que ni siquiera le dio tiempo de avisarme. Y me dio un beso, la maldita, con esos labios como corolas; carnosos, llenos de sangre y de culpa. Debo decir que la perdoné, luego de abrazarla y respirarle el cuello, la perdoné. Es lo que hacen los hombres tristes.
Yo luché lo que pude, le brindé todo lo que sabía. Ella tomó y tomó, no sé, durante 15 o 20 días más, hasta que terminaron los exámenes. Mi encanto se deshizo cuando aprobó Gramática. Fue libre de mí. Ahora, con la armadura de 7 años por encima, lo digo sin que me duela: la quise todavía después de usarme, exactamente hasta esa mañana cuando echó a la basura una rosa que puse en el lugar donde se sentaba. La odié más cuando una de sus amigas me contó lo que dijo una vez, ella, delante de tanta gente: “Ese nunca será nadie. Le tiene demasiado miedo a la vida”. Después la he vuelto a ver en cientos de fotos, de fiestas, en sus publicaciones de Facebook, todas con la palabra “Celebrando”, rodeada de mujeres como ella: amantes de la ropa de marca, de los conjuntos según las estaciones, de las esencias de Victoria’s Secret; acompañada por tipos que, como ella, no le tienen miedo a la vida.
Quizás tenía razón: yo sigo llorando los fines de año. Es lo que hacen los hombres tristes.
Ahora no diré su nombre, no vale la pena. Además, ella lo tomaría como un halago; compartiría este texto en su Facebook, y pondría algo como “me siento pensativa”. Pero no le daré ese gusto. Lo que sí digo es que a veces siento deseos de cruzarme con ella en la calle y comenzar todo de nuevo y terminar otra vez; con gritos, con puertas destrozadas; o simplemente soltarle la mano sin aviso previo, en el parque de 21 y H, como hace siete años lo hizo ella mientras decía que lo nuestro era imposible, que nos separaban muchas cosas. Yo sé que se refería a los 50 kilómetros entre mi casa a los pies de un campanario y su vida citadina, a todos sus atardeceres vistos desde la terraza del Hotel Inglaterra…
Recuerdo lo que le dije aquel día, mientras miraba la copa de los árboles para aguantar las lágrimas:
—Yo no sé por qué a la gente le gusta terminar las relaciones en los parques…
Y ella, que nunca supo otra cosa más allá de las medidas exactas de su cuerpo, me respondió:
—Será que el desamor es verde.
Sublime. ¿Qué más puedo añadir, si todavía tiemblan las lágrimas en el abismo de mis ojos?