Si a usted le recomiendan jugar Pony Island (Daniel Mullins Games, 2016), las expectativas solo por el nombre no deben ser muy altas ¿Una isla y un pony? ¿Colores pasteles? ¿Una jugabilidad básica? Algo de eso hay, pero la realidad es otra bien distinta: una donde la metanarrativa conduce los hilos, la cuarta pared se agrieta varias veces, y la autoconciencia del videojuego de ser una obra de ficción, donde usted hace lo que el creador desea, está presente más de lo que nos gustaría. Y de paso nos saca una sonrisa o una carcajada.
La sinopsis es sencilla: una entidad demoniaca ha poseído un videojuego de 1992, una de esas máquinas tragamonedas donde un pony salta diferentes obstáculos en un plataforma, y poco más. Pero en lugar de monedas, el demonio quiere que juegues tu alma. De ahí en adelante se desatará una guerra entre el jugador (que no eres tú, sino un avatar que manejamos) y el videojuego poseído. El primero busca exorcizar la máquina, y el segundo sumar un alma más a su colección. Una de las almas atrapadas intenta ayudarnos y gracias a esta descubrimos qué debemos hacer para triunfar.
Pony Island maneja diferentes estilos: el principal es «un plataforma» donde saltamos y disparamos, y nos movemos por un mapa. Pero en nuestra exploración por el software encontramos varios prototipos del juego que, de algún modo, funcionan como homenaje. Tenemos una aventura de texto, una versión en 3D, un Catán diabólico y diferentes referencias a géneros de videojuegos, sin señalar una obra en específico. De cierta manera, este demonio fue probando diferentes estilos hasta encontrar el más adecuado para atrapar almas (una elección bastante mala). Incluso, son varias las ocasiones donde el antagonista nos quiere mostrar el nuevo diseño, o nos pide tiempo para desarrollar ideas.
Hay dos conceptos muy bien manejados en Pony Island. El primero y más importante es el del videojuego como antagonista. El objetivo de casi todo jugador es ganar, y en este caso, eso significa la derrota del demonio y su obra. Y su obra es Pony Island. Todo el tiempo estamos intentando cambiar el código del juego, superar los diferentes niveles diseñados para hacernos perder, comunicándonos con nuestro aliado a espaldas del enemigo: somos un jugador disidente que quiere destruir el sistema. Y el videojuego lo logra: constantemente sentimos que estamos haciendo algo que no debemos, que luchamos contra la intención del software.
Y sin embargo, en un momento encontramos un documento de texto que detalla cada una de nuestras acciones, como una guía para derrotar al juego. Es impresionante cómo David Mullins logra convencernos de que estamos luchando contra su obra, y luego con una bofetada nos recuerda que sigue siendo su diseño y su idea. Y no pasa nada, porque ese golpe es como un pequeño corrientazo, un recordatorio de que sigue siendo un juego y él solo está induciendo sensaciones e ideas en ti. Esa capacidad para entenderse a sí mismo como lo que es, sin caer en lugares comunes, se agradece mucho.
El segundo concepto es el uso de los puzzles. Cuando estamos “hackeando” el software, la interfaz nos muestra un código corrupto que se mantiene en un bucle, a menos que se cumplan determinadas condiciones. Nos toca buscar cómo cumplir esas condiciones, y la única forma de hacerlo es colocando indicaciones para movernos alrededor del código. No hay tutoriales o explicaciones. Todo lo que vemos en pantalla es intuitivo y debemos razonar cómo cumplir los requisitos que nos piden. Da igual si no sabes nada de programación, la idea de que estás “hackeando” se percibe a la perfección, y es quizás uno de los momentos más logrados en Pony Island.
Pero lo interesante viene después de resolver varios de estos puzzles. Avanzada la partida, el juego parece arreglarse y volvemos a encontrarnos con el mismo tipo de puzzles. Esta vez son mariposas que quieren llegar a la casa. Las mismas reglas, las mismas indicaciones. Mullins no puede ser más claro. Por muy tonto que pueda parecer un puzzle, su éxito depende en gran medida de la interfaz y de cómo la vinculemos a nuestro gameplay. Las mariposas son insoportables. En cambio, hackear Pony Island es superadictivo. No hay diferencias entre uno y otro, excepto el motivo por el cual estamos resolviendo el puzzle y la interfaz donde estamos jugando.
En cuanto a la ruptura de la cuarta pared, el juego lo hace de múltiples formas y no solo a través de la interpelación al jugador. Pony Island nos trolea en el acto final, nos hace creer que el control del demonio está llegando a nuestra PC, saliéndose de sus propios límites. También nos saca de la zona de confort con la interfaz de usuario, donde los botones no funcionan y uno tiene que buscar cómo avanzar. Y en su cierre, hay un final secreto, destinado a aquellos obsesionados con completar el juego al 100 %: una burla absoluta a nuestras expectativas y al cliché de los jefes finales. Eso sí, con un diseño espectacular.
Pony Island no destaca por su apartado gráfico, más bien lo hace por el uso sencillo de sus recursos para crear una ambientación adecuada para su historia. Estamos hablando de una paleta monocromática que logra convencernos de que estamos en las entrañas del videojuego, metidos en partes del software donde no deberíamos. El uso de los efectos sonoros también ayuda, lo cual tiene mucho mérito si tenemos en cuenta que la mayoría son tomados de Free Sound. La banda sonora es obra de Jonah Senzel, y por sí sola vale la pena sentarse a escucharla. Cada tema es un viaje a la época de los 8-bit, con esos sonidos chillones que se quedaban grabados en la memoria. Un buen ejemplo lo tenemos en Escape, tema de la batalla final, con su veta sicodélica y desesperante, ideal para un combate a la carrera.
Esta idea de jugar con la cuarta pared, rompiendo los límites del videojuego, no es una novedad. La cuestión está en lograrlo sin caer en el lugar común o el chiste sencillo. Incomodar al jugador, hacerlo dudar de lo que está pasando, sacarle una sorpresa con un giro inesperado. En eso Pony Island tiene una puntuación perfecta. Son varios momentos en los que el juego la rompe, nos zarandea y luego regresa a la partida. Digamos que tras jugar Pony Island, uno no vuelve a la normalidad: algo hace clic en nuestra percepción y el cambio, aunque pequeño, está ahí con nosotros. Una nueva puerta abierta y un deseo de encontrar más propuestas como la del caballito saltador.
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