La gente, por hablar, dice lo que sea. Hablan del clima, del transporte, de pelota, de los compañeros de trabajo que se ven a escondidas, del perro del vecino que ladra demasiado. De todo, menos de ellos.
Si hay un grupo de personas que debe lidiar con torrenciales de palabras en torno a sí mismas, los artistas están en la punta del listado. En ocasiones, sus vidas personales parecen más importantes que sus obras, y en otras, sus legados son tan amplios que no logran borrar lo desastrosas que pudieron haber sido sus intimidades. Sea como sea, lo que pase con ellos casi siempre estará rodeado por la incómoda sombra de la duda.
Sobre Celeste Mendoza hay cuentos que fácilmente podrían llenar un volumen grueso, la mayoría de ellos más cercanos a la leyenda que al real paso por este plano existencial de una de las más grandes artistas cubanas de cualquier siglo. Tal vez el más notorio de todos se refiere al arranque de celos que la hizo atacar, cuchillo en mano, a un marido infiel hasta quitarle la vida.
Tal escena podría servir para crear un momento climático si cierto día el mundo audiovisual se dignase a recrear su vida. Sin embargo, y por mucho morbo que despierte, algo así sería un salto al vacío tan grande como el de mostrar a dos papas viendo juntos la final de un mundial de fútbol, pese a lo interesante que eso pueda parecer a la vista.
Por las dudas, lo más sensato es hacerle caso a alguien que la conoció mucho mejor que nosotros. La Única, Rita Montaner, de fantástica voz y (supuestamente) mucho peor carácter, expresó una vez de Celeste:
…“verdadera artista cubana, que expresa en lo vocal y lo coreográfico, con espontaneidad, sin dobleces, nuestra música popular y folklórica. ¡La reina del Guaguancó!»
Y digo yo que, si ella, quien a la par de su enorme ego, tenía aún más autoridad para hablar de talento, dijo eso de la santiaguera del barrio de los Hoyos, su razón habrá tenido.
Hablar ahora de Celeste Mendoza puede resultar casi un descubrimiento. Poco se dice de ella en los medios de comunicación, más enfocados en ensalzar a quien sea que “suene” que en revisitar un pasado igualmente imperfecto y repleto de glorias.
El de la Reina es un relato sabroso, nacido al calor de la tumbadora, el ron y la sonoridad africana. Baile y canto se juntaron desde temprano entre Santiago y La Habana, para formar a quien se adueñaría de un prestigioso lugar reservado en la memoria escénica de este archipiélago.
Primero fue la radio el espacio donde se escuchó su nombre, y tiempo después el cabaret la confirmó como una estrella. El mítico coreógrafo Roderico Neyra, Rodney para sus amigos, la tuvo en Tropicana como parte de su elenco, y desde ahí no pudo menos que notar el brillo de su diferencia. Allí, a la luz de las estrellas, Celeste osó parecerse a dos celebridades como Josephine Baker y Carmen Miranda, ambas de visita por la casa. El resultado de su atrevimiento le valió el aplauso de un respetable que, más allá de la imitación, quedó ruborizado por su brillo auténtico.
Los pasados años 50 la vieron crecer artísticamente, algo que vio un tipo como el mexicano Germán Valdés, quien la invitó a participar en la cinta que protagonizó en 1953 con el título de Tin Tan en La Habana.
Guaguancó aparte, la Mendoza supo moverse en un registro genérico amplio, por lo que fue imposible encasillarla solamente en una variante de la música. Le puso lo suyo al bolero, la guaracha, la ranchera y el mambo. Durante el proceso se ganó el respeto de la audiencia en Cuba y el extranjero.
Tiempo y muerte no lograron evitar la ovación que significó la reedición de sus mejores temas en países como Venezuela, Canadá y Francia. Antes, tampoco pudieron resistirse los rusos ni los alemanes, quienes se movieron a su voluntad, al compás de éxitos como Échame a mí la culpa, Que me castigue Dios, Soy tan feliz y Papá Oggún.
Si suficiente era su presencia para motivar al auditorio, también tuvo la oportunidad de rodearse sobre él de gigantes de este y el otro lado del Atlántico, como fueron Edith Piaf, Ninón Sevilla, Bola de Nieve, Pedro Infante, la Orquesta Aragón, y Benny Moré, uno de sus más entrañables amigos.
A ella, nacida en 1930, la muerte le llegó a los 68, poco después de haber recibido junto a Los Papines el premio Cubadisco por su álbum El reino de la rumba. Hoy, confundidos por esa turbia simulación que suele ser la industria musical en todas partes, Celeste Mendoza parece haber sido relegada al rincón de la obsolescencia. Sólo espero que no tenga que venir alguien desde afuera a revivirla.
0 Comentarios