Esta es la historia de un país que en los años noventa casi no conocía tecnología más avanzada que la de una videocasetera. En aquel tiempo tan “análogico”, las horas de diversión de la juventud pre-púber implicaba, fundamentalmente, tres cosas: buenas dosis de actividad física, sudor a chorros y niveles de suciedad sólo equiparables al de un minero boliviano que acaba de terminar su turno. Los juegos más populares entre los muchachos solían ser el escondido, los cogidos, el taco o el cuatro esquinas. Eso fue así, hasta que un día alguien se apareció con un dichoso “atari”.
Aquel término, proveniente de la empresa estadounidense que lideró durante un tiempo la industria de los videojuegos, pasó a formar parte de nuestro imaginario social a una velocidad supersónica, desde el momento en que algún niño cubano agarró un joystick para conducir algún pixelado personaje a través de una fantástica aventura virtual.
Todavía muchos deben recordar al “primitivo” Nintendo Family Computer —sí, el “family”—, la misma consola que, a pesar de sus mandos sin ergonomía y sus caprichosos cartuchos de 8 bits, logró que empezáramos a consumir más tiempo delante de la pantalla del televisor que frente a las libretas y las tareas escolares.
De esa etapa de génesis gamer “a lo cubano”, nos quedan rutinas muy particulares. En la cima de la lista podríamos colocar aquella costumbre de soplar los casetes cuando se ponían “farrucos”, en un intento por ver si la saliva nos permitía disfrutar de una vez de Super Mario o las “tórtules”. También era normal que alguien se levantara a tomar agua y al regresar se enredara con los cables, provocando una “cagástrofe” peor que la de Chernobyl. En resumen: jugar al estilo old school resultaba un poco trabajoso, pero igual tenía su encanto.
Luego, daríamos el salto a los 16 bits y, con el Super Nintendo, nuestras impresionables mentes sentirían una sacudida de 10,8 en la escala de Richter. Para empezar, gráficos, colores y sonidos eran superiores a todo lo que conocíamos, sin mencionar que el catálogo de juegos creció exponencialmente, con nuevas opciones que iban desde las sangrientas peleas de Mortal Kombat y Killer Instinct, hasta las graciosas “monerías” de Donkey Kong y sus amigos primates.
Sin embargo, lo que más nos marcó en aquel momento fue la aparición de un nuevo personaje, que vino a darle a los más necesitados la oportunidad de sentir en sus manos la amigable caricia de un mando de SNES. Nunca le pusimos nombre, pero bien habría estado llamarle “alquilador” a esa persona que ponía a disposición de los pobres del barrio la sala de su casa para que se fuéramos a “turbear” por un rato. Recuerdo cómo todos juntábamos los pocos pesos que teníamos hasta llegar a la cifra necesaria para comprar al menos una hora de diversión. No olvido las discusiones para decidir qué casete usar o quién sería el primero en tomar el control.
Había, incluso, algunos de aquellos “camellos” que eran demasiado generosos y nos dejaban usar el equipo a domicilio. Ello permitía que el habitáculo de alguno de los integrantes del piquete se convirtiese por par de horas en una suerte de paraíso ludópata, espacio que usualmente veía rota su eufórica sacralidad ante alguna amenaza paterna del tipo: “si siguen jodiendo, les voy a tumbar el catao”.
De cualquier manera, éramos felices. Y lo fuimos mucho más cuando los genios del videojuego inventaron dos joyas como el Nintendo 64 y el Sony PlayStation. Aquella fantasía de explorar un mundo en tres dimensiones y a todo color, causó casi la misma cantidad de sueños húmedos que las más provocativas hembras del barrio.
Así fue que seguimos sacrificando la endeble economía familiar para alimentar nuestro creciente vicio, generando en el proceso un incremento sustancial en el capital de nuestro “alquilador”, gracias al cual él garantizaba la “jama” de toda su prole.
En esa etapa hubo varios momentos memorables, como el descubrimiento del modo multijugador en el GoldenEye 007, que nos permitía partir la pantalla en cuatro pedazos y “cazarnos” a tiros durante jornadas enteras. Son todavía memorables las increíbles cantidades de tiempo dedicadas a avanzar lo más que se pudiera en el Metal Gear, sólo para volver a intentarlo desde cero al día siguiente, y todo por culpa de un tacaño que no se quiso gastar el dinero en una puñetera tarjeta de memoria que nos permitiera salvar nuestro progreso. Dimos tanta lata, que hasta logramos poner “en terapia intensiva” a los discos/cartuchos de Mario Kart, Crash, Tekken o Pokémon Stadium. Éramos insaciables.
Luego sucedió que los años nos pasaron por encima y la vida empezó a complicarse. Ya fuera por la tesis, los chamas, el trabajo o alguna emigración fuera de pronóstico, la verdad es que se nos olvidó regresar de nuevo a ese altar digital que durante toda una era veneramos. De momento, creo que todavía no estamos perdidos del todo. A lo mejor un día de estos nos enteramos de que alguien está “alquilando”, y le caemos en pandilla.
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