En situaciones de estrés, el personaje de River Phoenix se echaba las siestas más grandes de Estados Unidos y se iba, en su mente, hasta una casa de madera en un herbazal en el medio oeste… En 1991, el letargo de Phoenix en My Own Private Idaho fue —hoy lo sabemos—, nada menos que una premonición escrita por el cineasta Gus Van Sant.
Sin su hermano River, sin la muerte alucinada de este sobre una acera, Joaquin quizá no hubiera mudado la piel para convertirse en el actor que es hoy. Considérese la transmigración: el alma de River no encontró envase más propicio ni más cercano a sí mismo que su propio hermano, el único lugar donde podía desembocar el “río”.
Joaquin —un nombre español entre tres hermanos cuyos onomásticos homenajeaban a la naturaleza (Rain, Butterfly)— de niño debió pensar que su labio leporino negaba la perfección de la madre natura y por eso él no merecía un nombre alegórico.
Entonces Phoenix se transformó en una hoja: órgano caducifolio, vocablo whitamaniano. El actor usó “Leaf” como seudónimo hasta la muerte de su hermano. Después de marcar el 911 aquella noche de 1993, para salvar a River, supo que la naturaleza no cree en homenajes. Y retomó su nombre.
Hoy sabemos que el labio leporino de Joaquin Phoenix es como una reliquia, besada por varias actrices de Hollywood, y el único adorno invariable entre sus máscaras. Al final, una cicatriz de nacimiento solo puede ser dos cosas: un estigma o un símbolo.
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Gus Van Sant trabajó con el actor en To Die For (1995) y ahora, 23 años después, rescata la versatilidad de Joaquin para el protagónico en Don’t Worry, He Won’t Get Far On Foot (2018), película biográfica sobre el caricaturista estadounidense John Callahan, alcohólico compulsivo y redimido, que por un accidente automovilístico quedó confinado a una silla de ruedas.
Esta película debió ser un drama con altas facturas de clínex, pero Phoenix lo convirtió en un festín, en una celebración de vida. Podría mencionar a Van Sant, su habilidad para cocinar un guion con sabor a comedia y hacer de una desgracia el punto donde la vida continúa. Pero sucede que la película es, toda en sí, el cuerpo encorvado de Phoenix mientras pasea por las avenidas.
A los esbeltos, la parálisis les recuerda el aburrimiento y cierto desdén de los desdichados por las cosas mundanas. Esta cinta revoca esa imagen del lisiado que toma el sol en el parque mientras alimenta palomas. Lo hace con escenas de sexo, porque la lengua no muere, ni se olvida la destreza en el cunnilingus. Van Sant dice: un paralítico es un tipo que vivió, y seguirá viviendo luego a otro ritmo. Ese ritmo lo marca un Phoenix que jamás desentona.
John Callahan dibujó todas sus caricaturas con una sola mano, la que funcionaba. Desde este hecho, Don’t Worry, He… pudo aspirar a convertirse en uno de esos dramas de superación personal que poco aportan al cine. Aquí la empatía del espectador no se resuelve a partir de fórmulas lastimeras, sino desde situaciones risibles. Es un acierto.
Cinematográficamente, el film no tiene grandes logros. Van Sant opta por lo primario: contar una historia de la manera más simple. No llega a ese desnudo estético, como los planos cáusticos de Elephant (2003) ni busca experimentos visuales. Solo deja la cámara ahí, casi fija, mientras pasan la vida y las horas de los personajes.
En la misma línea, la selección de Jonah Hill y Jack Black para roles secundarios reafirman la voluntad hedonista de Van Sant. Quizá ese acierto de género, la pulsión tragicómica, salve a esta película del atentado de los críticos, como ya le sucedió al cineasta con su reinterpretación de la Psycho (1960) de Hitchcock.
Lo repito: Don’t Worry, He… no es una gran película; Joaquin Phoenix es un grandísimo actor. No confundir.
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Si hay un elemento contrastable en este film, no es otro que el viaje del protagonista en busca del perdón, de la depuración de un vicio y luego el reconocimiento de sí mismo. Es la única estrategia para minimizar el dolor de las ausencias: una madre, la movilidad, la independencia. Al inicio, un parlamento del protagonista marca la salida, ese punto medio donde su vida continúa…
—El último día que pude caminar, me desperté sin resaca. Aún estaba borracho de la noche anterior.
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