Esposo mío y bien amado Ferenc:
Hablan los niños de usted todo el día. Anna y Úrsula dicen a Paul sus proezas en la batalla, y le han hecho construir un corcel de madera, y tiene su traje de príncipe, oscuro y brillante como el de su padre, siempre querido Ferenc. Pero todo es tristeza después de la alegría de los niños. Ha comenzado el invierno, esposo mío, y el hambre de las bestias aumenta. Unos días ha descubrí a la moza lavandera Djarva con un trozo de ciervo entre sus vestidos. Como castigo le di de varas cincuenta golpes en la espalda en presencia de los otros criados. Solo el golpe amengua a los brutos, querido Ferenc. La vara sin embargo no será suficiente, toda bestia se acostumbra al látigo. Pienso en el dolor de sus cuerpos para aplacar rebeliones y hurtos. ¿Será escarmiento clavar finos alfileres bajo las uñas de las criadas, o poner en sus zonas pudendas una braza de hierro ardiente? Requiero su ayuda y experiencia en la batalla para elegir los mejores suplicios, gran barón esposo mío. Por aquí su siempre fiel esposa libera otra guerra contra los impíos.
A su vuelta traed a vuestro pequeño Paul una cimitarra arrebatada a un bárbaro otomano por usted muerto. Será un regalo de cumpleaños para nuestro príncipe guerrero.
La siempre suya fiel esposa y compañera, Erzsébeth
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Una gota casual de sangre sobre su piel manchada, desató la sicopatía Erzsébeth Báthory. Creyó ver que la sangre de la virgen que la peinaba —y a quien rompió la nariz de un puñetazo por halarle el cabello— aclaraba el pigmento de su dermis.
Entonces la mató para untarse de rojo…
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Sobre un colchón de ortigas rueda el cuerpo desnudo de una moza, trozo blanco, carne de virgen traspasada por las espinas. Luego, el cuerpo sangrado recibía otros regalos: alfileres engastados en los labios y bajo la piel de las uñas, agujas largas clavadas, con precisión ortopédica, en las articulaciones: al mínimo movimiento, el desgarro y el grito. Agujas en lenguas, narices, la punta de los senos, aplicaban al placer punzante propicio a la condesa Báthory. Tras estas torturas, la dama hambrienta cedía finalmente al apetito de la carne: arrancaba trozos de espalda y nalgas de sus víctimas; por lo húmedo y dilatado, los labios mayores de la vulva eran delicia de su paladar —en ocasiones, en pleno éxtasis, mordisqueaba el sexo de las jóvenes, bebía la sangre directamente de la herida.
Suspendida en el aire, las vírgenes simulaban la crucifixión mientras Erzsébeth —sus vestidos destilando rojo— cortaba trozos de piel con una tijera para esquilar ovejas. Debajo, un balde recogía la sangre a utilizar en su aseo de belleza.
La jornada de la condesa terminaba con su cuerpo sumergido en una tina de sangre tibia bajo la luz de luna filtrada por las claraboyas de su aposento.
(A veces cauterizaba las heridas con la llama de una vela, le untaba cera para retener la hemorragia. Al día siguiente cortaba nuevamente sobre el corte, para destilar el resto de la virgen.)
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Erzsébeth Báthory nació en 1560 en Nyíribathor, reino de Hungría. Creció en una familia repleta de locos, productos no deseados de constantes matrimonios consanguíneos de sus mayores para conservar la pureza del linaje Báthor.
De niña fue epiléptica; algunos pensaron que demoníaca. A los quince años fue desvirgada por Ferenc Nádasdy.
Se estima asesinó cerca de 650 mujeres en seis años, desde la muerte de su esposo en 1604 hasta que la hicieron prisionera en 1610. Murió cuatro años después en una celda de 2×2 metros por la infección y la aspiración del metano expelido por sus propios excrementos.
Profesó el cristianismo protestante, creyó en la hechicería y practicó la magia roja, culto de sangre. Fue mujer ilustrada, esposa de un empalador de turcos. Y madre perfecta de cuatro hijos.
Hoy día es dueña de un Récord Guinnes por ser la mujer con mayor número de asesinatos cometidos en la historia de la humanidad.
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En la ventana del establo, Erzsébeth en bata blanca, con 10 años, ante la escena deliciosa de una condena mortal. Luego escribió…
Los soldados hicieron un corte de espada en el cuello del jamelgo. Luego aplicaron un golpe definitivo en la cabeza del animal; le hicieron una incisión en el abdomen, desde las patas delanteras hasta las ancas; desprendieron los segmentos de intestinos, los que estorban en el espacio donde debe ir el gitano ladrón atado de manos y piernas.
Entonces dieron pequeñas cuchilladas en los miembros del gitano, luego lo metieron dentro del abdomen del caballo y los dejaron en la intemperie. Bajo el sol y la lluvia pasaron varios días hasta que los restos de animal y hombre se pudrieron juntos, devorados por los gusanos de la carne muerta.
Cosa es horrenda de ver, a la par de intrigante, la descomposición inevitable de los cuerpos.
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