Cuando despertó, mientras aún sentía en el cuerpo la incomodidad producida por la anestesia general, supo que no era el fin. El milagro del trasplante le había dado una oportunidad extra para sobreponerse a una insuficiencia renal, cuyo peor síntoma era la prohibición de irse hasta el terreno a jugar pelota. Carlos Kindelán Limonta lo tuvo más claro que nunca: nada ni nadie lo volvería a apartar del diamante mientras él tuviera fuerzas para seguir haciendo swings.
Sabía que regresar no sería cosa fácil. Recuperarse de la operación demoró un tiempo que a él le resultó más largo que una condena injusta en prisión. Lo único que le mantuvo a salvo de los ataques de ansiedad fue saber que no era la primera vez que le tocaba saltar un obstáculo enorme con tal de alimentar su mayor pasión.
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Casi desde el momento en que los médicos cortaron el cordón umbilical que los unía a él y su madre, Carlos tiró para el deporte. Criado en el número 284 de la calle D, en el barrio La Güinera del municipio capitalino Arroyo Naranjo, aprendió a jugar de todo: quimbumbia, taco, cuatro esquinas… pero nada más conocer del guante, el bate y la pelota “de poli”, aquello fue “jonrón” a primera vista.
Desde su debut en las categorías inferiores, el muchacho tuvo obsesión por las estadísticas y el rendimiento. En una libreta describía sus turnos al bate y anotaba el lanzamiento con que lo habían dominado, las características del lanzador y cuanta cosa se le antojaba grabar respecto a su más reciente comparecencia al home plate. Así, llegó a tener un grueso archivo de “inteligencia” que lo acompañaba a todos lados, incluso hasta la mismísima Serie Nacional, en donde sus compañeros se extrañaban al verle compilar cada detalle de su actuación ofensiva.
Semejante manía le ganó el mote de “enfermo” a la pelota, pero ese esfuerzo inusual también le permitió convertirse en un feroz y preciso bateador, respetado por cuanto serpentinero se le cruzó en el camino.
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En el ’81 debutó con los Industriales de Pedro Chávez y durante esa etapa aprendió que la ruta hasta la cima era más empinada y áspera de lo que cualquiera pudiera pensar. Ahí estuvo tres temporadas completas, pero no llegó a ser jamás un jugador de todos los días. De esos años se cuenta una historia, comprobada como real por varios testigos presenciales, en la cual Carlos tuvo el primero de muchos enfrentamientos con el estelarísimo Braudilio Vinent.
Ese día, el joven le había dado triple y sencillo, pero en su tercer turno, el Meteoro de La Maya quiso imponer respeto y le tiró una recta por la cabeza, envío que afortunadamente pudo esquivar el derecho habanero. A continuación, vino una riña de palabras entre el propio Vinent y Andrés Ayón, entonces entrenador de los Azules. Pese a ello, lo más notable de esa fecha fue que, además de comenzar la enconada rivalidad entre el santiaguero y el capitalino, quedó probado que el “chama” no se “escondía”, deportivamente hablando, ni siquiera ante uno de los lanzadores más imponentes en la historia del béisbol post ‘59.
Poco después, la aparición en el panorama de dos grandes competidores como Juan Padilla y Enriquito Díaz le complicaron la situación a Carlos: primero debió cambiar la camiseta de los Leones por la de Metropolitanos y luego, ya con los Gladiadores, no pudo quedarse más allá del curso 1987-88.
Pero a él, el tipo que más amaba la pelota en el mundo entero, esa bobería no le iba a robar la esperanza. Hizo las maletas y se fue a poco más de cien kilómetros de su casa. Allí, en la vecina Matanzas, le habían ofrecido un puesto fijo como segunda base de los Henequeneros y a eso se aferraría como si no hubiera un mañana.
Vestido con los colores yumurinos, levantó el trofeo de campeón nacional en 1990 y 1991, pero además de vivir esos momentos de gloria, resultó que su aporte a la escuadra matancera en todos esos años fue clave para convertirlo en una de las mayores estrellas de la Isla.
La consecuencia directa de su actuación con los “atenienses” fue su promoción para vestir el uniforme más grandioso de todos: el del equipo Cuba. Rompió el hielo en la Copa Intercontinental de Barcelona ’91, en donde se colgó la medalla de oro. Más adelante, sería incluido en la selección alternativa que partió de gira por Europa con el objetivo de competir en varios torneos celebrados en esa zona geográfica.
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Del otro lado del Atlántico hay malas noticias para Carlos. Es julio de 1992 y la selección Cuba B hace estancia en Kassel, Alemania, para participar en algunos topes. Ahí, el cuerpo del “camarero” arroyense da las señales de falla general. Tiene hinchazón en las piernas, taquicardia y problemas para respirar. Los médicos le diagnostican una severa crisis de asma, como consecuencia de la cual decidieron enviarlo de regreso a casa.
Aquí el malestar continúa. En una visita al hospital detectan su presión alta, lo cual mejora con una pastilla y una inyección, pero eso es solo momentáneo. Continúa empeorando la situación y su hermano Rubén se va quedando sin paciencia ante las negativas de los médicos a realizarle un examen de orina. Una amiga enfermera intercede y logra que un doctor le recete furosemida, con tal de hacerle expulsar líquidos para poder analizar su estado real.
El resultado es nefasto. En un primer momento lo trasladan de inmediato a terapia intermedia del hospital Julio Trigo y de ahí lo llevan para el Clínico-Quirúrgico de 26, en donde le realizan una hemodiálisis y todos se ponen al tanto de la complejidad real de su situación. Acto seguido, lo mandan para el Hermanos Ameijeiras, institución en donde le informan de una insuficiencia renal de grado cuatro. El trasplante es su única opción.
Al verse así, Carlos se deprime. Siente que le han robado para siempre la posibilidad de jugar pelota. Ni siquiera la exitosa operación, que tiene lugar en octubre de ’92, le reanima. No obstante, después de superar la impresión de verse en una cama de hospital durante muchos días y notar cómo reaccionaba su cuerpo al nuevo órgano que le habían insertado, despierta levemente de su letargo emocional.
Los especialistas le diseñan un delicado tratamiento a base de masajes y digitopuntura, entre otras técnicas. Todo esto le devuelve poco a poco la esperanza. Al ver su reacción positiva, los expertos le permiten reincorporarse a la actividad física, aunque mantienen un monitoreo constante de sus signos vitales. Para proteger su espalda, cerca de la cual se hallan los riñones, en el Frank País le hacen una faja especial y le ayudan a fortalecer los músculos de esa zona. El esfuerzo es brutal, pero las ganas de jugar otra vez convierten el sacrificio en placer.
La Serie Selectiva de 1993 tuvo muchos instantes memorables. De aquel playoff final y la victoria espectacular de Serranos sobre La Habana se hablará por décadas. Sin embargo, esa campaña también deberá ser recordada por siempre, debido a un hecho increíble sucedido el 26 de junio, día en que Carlos Kindelán Limonta regresó a la élite beisbolera de la Mayor de las Antillas luego de recibir un trasplante de riñón.
Ese no fue el típico regreso meramente anecdótico, sino uno que dejó clara la calidad atlética de este hombre, que en 61 encuentros del evento más competitivo del país bateó para .307, con 69 indiscutibles, incluidos nueve bambinazos y 17 dobletes, además de 33 fletadas y otras 36 anotadas a lo largo de la lid.
Desde 1993 hasta 1996 fue nuevamente ese pelotero clave en la alineación principal del elenco matancero, en donde compartió, entre otros, con su coterráneo Eduardo Cárdenas, quien igualmente se había desplazado desde de su natal La Habana en busca de la oportunidad de ser regular en el máximo nivel del béisbol cubano.
Un par de años después, en marzo del ’98, el organismo de Kindelán Limonta le falló por segunda vez. Su cuerpo caprichoso se negó a seguir soportando una pieza ajena: al riñón “nuevo” le dio por tirar el “juego” a la basura. Con los pulmones afectados por la neumonía y un cuadro clínico general valorado como crítico, el muchacho de La Güinera fue trasladado al hospital Ameijeiras.
Un hermano suyo, Juan Francisco, relató en una ocasión que mientras Carlos vivía sus últimos momentos, en medio del dolor y los delirios de la fiebre, le escuchó repetir varias veces: “Julio Germán (Fernández), ponla en segunda que yo te traigo… ¡Vamos, vamos! ¡Llegué, llegué! ¡Coño, la di!”.
Poco tiempo después, mientras se iba la última claridad del día 19 de marzo de 1998, también lo hacía la vida del destacado atleta, quien dejó de existir sólo unos meses antes de cumplir los 35 años.
Vestido con un uniforme blanco con las letras de “Cuba” en azul, Carlos fue velado y acompañado hasta su sitio de descanso final por compañeros de toda la vida. Ya en la Necrópolis de Colón, fue Javier Dreke quien leyó las palabras de despedida ante gran cantidad de personas incapaces de disimular el dolor de haber perdido a alguien que había sacrificado, casi literalmente, su existencia con tal de vivir el sueño de brillar sobre el diamante.
P.D: Durante su carrera de 14 Series Nacionales, dejó línea ofensiva de .283/.354/.419. Conectó 126 dobletes, 27 triples y 63 jonrones; empujó 357 carreras.
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