El 28 de enero es una de las fechas más relevantes del calendario para muchos cubanos. Al fin y al cabo, no todos los días se conmemora el nacimiento de José Julián Martí Pérez, a quien calificamos, inobjetablemente, como una de las figuras más relevantes en la historia de este archipiélago caribeño.
Desde su muerte en combate, a los 42 años, el hombre de la Edad de Oro se convirtió en ejemplo a seguir para buena parte de los nacidos en Cuba, quienes, hasta la fecha, no han dejado de homenajearle en todos los frentes posibles.
Uno de los ejemplos de ello es la pieza del cantautor Fernando Borrego Linares, inmortalizado con el nombre de Polo Montañez. Este humilde artista, pinareño de nacimiento, alcanzó la fama a inicios de siglo, gracias a temas entrañables como Un montón de estrellas, Flor pálida y Guitarra mía, pero también dedicó su talento al Apóstol.
La historia de su canción martiana comienza en Las Terrazas, localidad en la que Polo, fallecido en 2002, pasó los últimos años de su vida. Un día, los niños de la escuela primaria “República Oriental de Uruguay” acudieron a él con el fin de pedirle que les escribiera un tema para cantarle a Martí, según contó en una entrevista su viuda, Adys García.
Aunque el trovador estuvo de acuerdo en cumplir el deseo de los pioneros, pronto se dio cuenta de que, debido a su bajo nivel escolar, no contaba con los conocimientos suficientes para darle forma a un texto que estuviera a la altura del más universal de los cubanos. Entonces decidió acudir a una persona que sería capaz de ayudarle.
Para darle solución al asunto, el “guajiro natural” se dirigió al municipio de San Cristóbal, hogar de un profesor que dedicó buena parte de su vida al estudio de la obra martiana. Después de una clase magistral, Polo salió de allá con la cabeza llena de ideas que le permitieron escribir así:
Hace algún tiempo debía escribirle una canción
A ese maestro, al intelecto, al gran pensador
La calle Paula lo vio nacer,
El que en Dos Ríos cayó después
El que cultiva la rosa blanca en el corazón.
Nené traviesa entre tantas cosas hechas por él
Como la bailarina española baila, muy bien,
Príncipe enano, el camarón, camaroncito que se encantó,
Los zapaticos de rosas que Pilar a la niña enferma le dio.
Martí coraje, Martí valor
A ti maestro, gran pensador
Va mi canción
Martí del monte, Martí del Sol
Hecho de fuego, sangre y sudor
Revolución.
Para su amigo Manuel Mercado escribía él
Y muchas cartas para Rosario hizo también
A Rafael Mendive escribió
A ese maestro que le enseñó
Que las entrañas del monstruo un día también vivió.
Martí de carne, Martí de bala sobre un corcel
Habla de Homero y de su Ilíada habló también
De Guatemala también habló
De aquella niña que se murió
La historia dice que fue de frío y el asegura que fue de amor (se repite).
Martí coraje, Martí valor
A ti maestro, gran pensador
Va mi canción
Martí del monte, Martí del Sol
Hecho de fuego, sangre y sudor
Revolución
Los niños guardan La Edad de Oro en el corazón (se repite)
Pero ¿Quién fue aquel maestro que, en solo un rato junto a Polo, fue capaz de aportar tanto a la única composición por encargo que realizó el sensible artista durante toda su carrera?
Hablo del “profe” Reinaldo Zacarías Acosta Medina, nacido el 6 de septiembre de 1922 en la calle Manuel Landa, del pueblo de Pinar del Río. Hijo de Luciano Acosta Hernández y Sara Medina Famada, le tocó vivir una infancia extremadamente dura junto a sus seis hermanos: Ciria (o Siria), Nenito, Elisa (Coca), Eloína, Luciano (Nene) y José (Pepe).
Junto a su numerosa familia, se mudó a una finca que por aquellos años era propiedad del alcaide de la prisión provincial. Allí, trabajaron en la siembra y recogida de varios cultivos, incluido el proceso de despalillar el característico tabaco.
Pese a que en esa época estudiar era muy difícil, sobre todo por la estrechez económica que existía en su casa, los padres de Reinaldo hicieron un enorme esfuerzo para que el muchacho pudiera graduarse de la Escuela Normal. Después de conseguir su diploma, se fue a trabajar a San Cristóbal, donde usaba un caballo para moverse hasta el aula, sita en el Barrio Mayarí, dentro de la finca Santa Isabel.
A la altura del ’45, comenzó a experimentar con métodos revolucionarios para la enseñanza de las reglas ortográficas y el vocabulario. Incluyó en sus clases temas como el de las palabras homófonas y los parónimas, así como el uso de ficheros ortográficos, prontuarios y perfiles individuales para cada alumno.
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En lo adelante, se vinculó también a la política. Estuvo en los primeros tiempos del Partido Ortodoxo, organización en donde tuvo la responsabilidad de representar a los profesionales universitarios. Fundó, además, en el ’48, la primera Cátedra Martiana de su pueblo, y en la década del 50 se vinculó al Movimiento 26 de Julio.
Paralelamente a las clases, complementó su labor pedagógica con la escritura de varios textos, entre los que destacan La enseñanza de la ortografía (1960), Proyecciones del ideario martiano (1984) y Ortografía Remedial. Acentuación (1996). Igualmente, fundó la Liga Martiana de Estudios Sociales (LIMES) y fue reconocido como unos de los fundadores, a nivel nacional, de la Comisión Permanente de Estudios Martianos.
Murió el 8 de diciembre de 2000 en su querido San Cristóbal, tierra que le vio florecer como hombre y maestro. En varias ocasiones se negó a abandonar ese territorio, pese a las repetidas oportunidades que le ofrecieron para mudarse a la capital del país.
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