Como otros tantos hijos de este archipiélago, Carlos Pérez se marchó del país muy joven. Solo tenía 17 años en 1968, cuando dejó atrás su natal Guantánamo con rumbo a Estados Unidos. Junto a otros amigos se fue de manera ilegal, con la idea de percibir un horizonte distinto.
Después de un tiempo sin demasiada estabilidad, a inicios de los 70, el Servicio Militar lo colocó en un sitio al que no muchos hubieran querido ir. Vietnam era, en esa época, el lugar a donde iban a parar muchos jóvenes estadounidenses en edad de reclutamiento, y Carlos no pudo hacer nada para escapar a ese destino.
Después de un par de temporadas en las filas del army, en 1973 se dispuso a aprender un oficio con el que ganarse la vida. Se hizo tornero y mecánico industrial. Con ello le bastaba para ganarse el pan honestamente y vivir sin demasiados sobresaltos.
Consciente de que su trabajo en el taller no significaba un “techo” suficiente, decidió asumir un nuevo reto e irse a estudiar ingeniería en la Universidad de Hartford, Connecticut. Allí hizo la especialidad en Mecánica y luego se enfocó en la parte del diseño.
Sin embargo, había algo más que apasionaba al joven: su colección de música cubana, conformada por elepés (LP) que recogían lo mejor de la producción nacional desde los 20 hasta los 50. El entusiasmo por la sonoridad de su tierra le hizo dedicarse a estudiar algún instrumento como forma de mantener el vínculo con sus raíces.
Siguiendo ese llamado, durante una década tomó clases de violín en Nueva York, mientras iba incrementando su lista de discos de vinilo y empezaba a hacerse de piezas vinculadas al mundo musical: algunas tumbadoras, bongós de monte y soneros.
Después de un lapso de 20 años sin visitar Cuba, en el siglo XXI Carlos Pérez decidió que era hora de conectarse otra vez con el Guaso y también con la cultura de su tierra natal, sin saber que de ahí saldría uno de los capítulos más importantes de su vida.
De regreso a este archipiélago, fue conociendo la actualidad musical de la mayor de las Antillas y sintió que algo dentro se despertaba. También ayudó que conociera a Santiago Moreaux Jardines, un músico que terminó por darle un sentido a su vocación melómana y fue sembrando en él la génesis del futuro lutier.
Resulta que a Santiago se le había metido en la cabeza la idea de crear una marímbula con más flejes de lo normal. Luego de intercambiar con Carlos y enterarse de sus conocimientos de ingeniería, el viejo changüicero encontró al compañero perfecto para compartir su idea revolucionaria: crear una versión eléctrica de ese instrumento idiófono, descendiente de la sanza africana.
La primera reacción del ingeniero fue apuntar la dificultad del reto, pues se sabía que otras personas lo habían intentado infructuosamente. No obstante, Santiago le explicó que sólo deseaba que él lo intentara e hiciera un estudio completo de las ondas sonoras, para ver si así se acercaban a la solución.
El principio de la investigación fue frustrante para Carlos, pues, básicamente, se resumía en largas sesiones de palos de ciego en busca de un método adecuado para determinar la respuesta a la obsesión de su amigo. En 2009 falleció Santiago y todo se detuvo durante varios años.
En 2017, el obstinado ingeniero volvió a centrarse en el dichoso caso de la marímbula, tomando la guitarra eléctrica como nuevo punto de partida. El problema principal era que, a diferencia de la guitarra, las vibraciones de la marímbula, carente de una caja resonadora, se perdían en la madera.
Ese decrecimiento de las ondas le hizo romperse la cabeza durante meses. La primera duda era la utilidad de los diferentes sensores que había estado utilizando y esto le llevó a pensar que tendría que crear una tecnología totalmente nueva para captar esas vibraciones. También pensó en la posibilidad de que los instrumentos no fueran lo suficientemente sensibles como para captar las ondas.
Mientras se consumía tratando de llegar al “eureka”, buscó las patentes de guitarras y otros instrumentos acústicos, para ver si ahí encontraba la respuesta a las interrogantes técnicas. Examinó varios tipo de sensores que usaban diferentes fabricantes de instrumentos, pero tampoco pudo despejar sus dudas. Lo peor es que sentía las vibraciones, pero no había forma de que pudiera escucharlas.
Todo empezó a aclararse cuando hurgó entre los libros de acústica de su etapa universitaria y entonces recordó un conocido fenómeno estudiado en clase.
Un día, mientras estaban dando clases en el taller de acústica de Hartford, todos sentían las vibraciones procedentes de la habitación contigua, donde radicaba el taller de Ingeniería Mecánica. Las corrientes vibratorias emitidas por la máquina que había allí, sacudían a los alumnos como si se tratara de un tren que pasaba cerca. Al ver cómo se desplazaban las ondas a través de un vaso de papel con agua, comenzó un debate en el aula que terminó con un experimento para medir el poder de aquella frecuencia.
Tomando como referente aquella conferencia, se marchó de vuelta a Guantánamo y cargó consigo herramientas y sensores que le permitieran probar su tesis. Allá contó la ayuda de un hermano, quien había cursado varios semestres de Ingeniería Eléctrica, además de un amigo músico que le prestó un puente de marímbula. Tras modificar el puente y los flejes, comenzó a buscar el mejor lugar para colocar los sensores y, cuando dio con el punto exacto, llamó a sus amigos para que escucharan el resultado final. Había tardado años, pero la prueba estaba superada.
Lo que vino después del “cubajo”, fruto de la fusión de los términos “Cuba” y “bajo”, fue la creación de una empresa que se dedicara a la fabricación y distribución de esos instrumentos. Así surgió Cubajo LLC, una tienda que comercializa estas particulares “herramientas”.
En el sitio web del cubajo se especifican las características de su construcción, piezas y afinación, así como una breve reseña de sus “antepasados” de África. Allí, todos los interesados en hacerse con uno, pueden encontrar los contactos necesarios para realizar su compra.
Mientras, Carlos no se detiene. Además del significado de su obra maestra, él ha dedicado su tiempo a crear un método para la enseñanza del bongó y aspira a donarlo a las escuelas de enseñanza artística de Guantánamo. Aunque hace años vive en Jacksonville, Florida, sigue pensando en una manera de dejar su huella en la música cubana.
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