Si fuéramos a presentar la época en que vivimos actualmente en la portada de cualquier diario, habría que colocar con letras capitales algunos temas como el cambio climático, las diferencias norte-sur, los golpes de estado preventivos, la corrupción institucional, la tecnodependencia y la hipersexualización, por citar sólo una ínfima muestra de los asuntos que caracterizan a la Tierra de 2019-casi-llegando-a-2020.
A pesar de todo lo que hemos expuesto antes, y como tampoco pretendemos ponernos excesivamente serios ni metatrancosos, también habría que referirnos a un fenómeno que desde hace poco más de dos décadas viene sonando —literalmente— en los oídos de todo el planeta: el reguetón.
Los inicios de ese género urbano están en el Caribe insular, en donde, a finales del siglo XX, comenzó a tomar impulso para llegar a convertirse actualmente en una música viral y creciente a través de nuevos subgéneros que aparecen constantemente. Nadie mejor que Calle 13 en su exitazo Atrévete explica el impacto de esta música:
“…es que el reggaetón se te mete por los intestinos; por debajo de la falda como un submarino, y te saca lo de indio taíno”.
Mientras muchos (muchísimos) en el archipiélago más grande de las Antillas disfrutan de su repetitiva pero pegajosa rítmica, otros se enfocan (no sin razón) en criticar lo explícito y vulgar de sus letras y los movimientos corporales denominados como “perreo”. Debido a ello, con frecuencia escuchemos frases como “eso no es música, la de antes sí que era buena”.
Y de pronto nos asalta pacíficamente una pregunta, ¿cuán “inocentes” eran las canciones y bailes que han estado de moda a lo largo del nuestra historia musical?
Para empezar, haremos un viaje sin escala hasta las raíces afrocubanas, esas que tienen un puesto en primera fila dentro de la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. De ahí viene la rumba, un ritmo surgido al calor de la esclavitud del siglo XIX y que, a la altura de los años 30 del XX, empezó a volverse seriamente popular. Ahora es un baile admirado en todas partes, junto al guaguancó, pero al principio fue considerado como una práctica inmoral, debido a la innata sensualidad de sus movimientos.
Algo similar sucedió con el danzón, ese que honoríficamente denominamos como manifestación danzaria que nos identifica a nivel nacional. A pesar de que a muchos pudiera parecerle ahora una “cosa chea de abuelitos”, en sus inicios el danzón también recibió el tratamiento de “políticamente incorrecto”, pues las parejas debían estar muy pegadas para ejecutarlo, y por ello fue etiquetado como “demasiado provocativo” para las personas “decentes”.
Ese moralismo extremo lo sufrieron, tal vez en menor medida, otros géneros que hoy son considerados estandartes de la cultura cubana. Así le sucedió al icónico mambo de Dámaso Pérez Prado, al mundialmente conocido chachachá creado por Enrique Jorrín, al son en todas sus variantes (montuno, sucu-sucu, changüí, salsa o timba) y hasta el meloso y romanticón bolero.
Lo anterior no sólo ha ocurrido con lo local, sino con otras manifestaciones de origen foráneo que han sido más o menos censuradas por la sociedad en su momento. Entre ellas están el charleston, el swing o el rock and roll, y, recientemente, la —efímera— lambada, cuyos modos expresivos despertaron la inquietud de padres y abuelos por su supuesta influencia negativa en las mentes jóvenes.
Si quisiéramos seguir describiendo ejemplos como estos, podríamos conseguir que sus dedos se acalambraran de tanto scrollear. El punto es que resulta casi imposible que todas las generaciones se pongan de acuerdo en cuanto a gustos musicales, algo que viene a ser tan difícil como entender/explicar las ofertas de ETECSA.
Eso sí: tampoco pensamos que todo lo que se haga está bien. Mientras haya música coexistirán expresiones de buen gusto y elegancia con otras que dan ganas de perforar nuestros tímpanos con ácido sulfúrico puro. Usted “perree” como prefiera, mientras eso le haga feliz y trate de no molestar a sus semejantes durante su disfrute.
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