El grito mudo es, desde los primeros versos, un trámite nostálgico que se asienta, como todas las diligencias, en exclusivas relaciones de autoridad. Puede que Carlos Varela compendie esos trances a partir de algunas escenas que aparecen, quizás súbitas, entre la evocación y el extravío (toda relación de autoridad debería leerse mediante los recuerdos y las omisiones –involuntarias o no–). Nada golpea de forma tan repentina como “feliz descalzo entre los ciclones”, después de “ningún poder, nunca jamás, nos vendrá a pedir perdón por no volver a vernos nunca más”. La diversidad de esos pasajes súbitos conduce a una rapsodia generacional que todas las variantes de poder configuraron, de igual forma, para Varela y para el resto, porque, a fin de cuentas, a las generaciones las une e identifica el mismo recurso: el tiempo para asimilar sus propias memorias.
Quizás por esto último hayan pasado diez años desde que Carlos publicara No es el fin. Quizás por esto último, El grito mudo parezca más posesivo. Puede que esa década, probablemente, también haya provocado que el álbum posea la estética de una propiedad colectiva: los sujetos de las canciones terminan siendo dueños de nada. Es esa –y la hemos comprobado– la vía más práctica para que un proyecto utópico se nos presente con rostro ecuménico: que aspire a reunir y generar un presunto bien común mientras todos nos vamos quedando sin más pertenencias que nuestros relatos.
El grito mudo es, si se quiere, la narrativa más reciente de esos relatos cíclicos. Ahí radica esa percepción de posesión general: nada tenemos hasta que las historias individuales se vuelven genéricas y terminan convirtiéndose en una causa múltiple, como explica Varela en Why not, sin quererlo: “al final somos culpables del silencio”.
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