El recuerdo de la esclavitud, ejercida de forma sistemática y constante sobre cualquier ser humano, es una de las grandes heridas abiertas de la humanidad. Esa espantosa realidad, que no está tan erradicada como a todos nos gustaría creer, ha sido un asunto recurrente en el cine y la televisión, medios que la han utilizado como vehículo para describir no solo el lado oscuro de nuestra especie, sino también uno opuesto, asociado a la capacidad de las personas para prevalecer en los entornos más agresivos.
A mediados de este mes de mayo, Amazon Prime Video estrenó la serie limitada The Underground Railroad, la cual, a estas alturas, ya podemos catalogar como uno de los eventos televisivos del año. Creada, escrita y dirigida por el “oscarizado” Barry Jenkins (Moonlight) a partir de la novela homónima de Colson Whitehead, esta propuesta describe, con idénticas dosis de brutalidad y belleza, la historia de Cora, una joven negra que huye del yugo opresor sureño a través de una red subterránea de trenes dedicada a transportar esclavos hacia la libertad.
La serie de 10 episodios, que a ratos nos recuerda la tradición del realismo mágico latinoamericano, comienza con las palabras de la protagonista, quien entre sueños, nos dice: “lo primero y lo último que me dio mi mamá fue una disculpa”, frase que nos remite al sentir de los seres que han nacido encadenados y sirve, a la vez, para remitirnos al instante terrible en que su madre escapó y la dejó atrás en la plantación administrada, látigo en mano, por los hermanos Randall.
El estremecedor viaje de la chica, interpretada fabulosamente por Thuso Mbedu, comienza en Georgia de la mano de su amigo César (Aaron Pierre), y poco a poco la va llevando a través del sur y el medio oeste estadounidense, territorio en donde el trato hacia las personas afrodescendientes se resume en un parlamento del despiadado Terrance Randall (Benjamin Walker), cuando en una conversación con otro terrateniente, le comenta: “verá, señor Churchill, su primer error es considerar que un negro y un hombre son la misma cosa. Un hombre puede pensar, razonar y amar. Los negros no pueden hacer tales cosas”.
El tono del mundo en el que ha nacido Cora es casi siempre el mismo: áspero, violento, irracional, sin matices. Blanco y negro parecen ser los únicos colores allá afuera y estos dictan el destino de todos. Sin embargo, ella irá descubriendo los grises por el camino, unos grises que le ayudarán a agarrarse de algo durante su tormentoso tour a través de una nación dividida, en donde el extremismo religioso (y de otra índole) se ha aliado con el poder económico para hacer creer a una buena parte de sus ciudadanos que son mejores que otros.
Si obviamos los lógicos elementos de continuidad que existen en el argumento, cada capítulo pudiera ser visto como un filme en sí. Similar a la manera en que está contada la brillante The Crown (Netflix), las peripecias de Cora nos permiten ver una especie de radiografía de cada sitio adonde llega, con nuevos personajes que aparecen cíclicamente para representar diferentes elementos de aquel mundo.
Por ahí resulta que conocemos a “amos” aparentemente benévolos, quienes secretamente pretenden experimentar con sus congéneres “inferiores”; gente temerosa que se sobrepone a todo con tal de ayudar a los desgraciados, y algunos, totalmente cegados por el adoctrinamiento ancestral y capaces de crímenes indescriptibles en nombre de un Dios que ha sido demasiado tergiversado.
Luego, en el lado totalmente opuesto a Cora, tenemos a Arnold Ridgewater, un hombre que la persigue con la misma obsesión con la que el inspector Javert “desea” a Jean Valjean. Encarnado de forma memorable por Joel Edgerton, este cazador de esclavos es una fuerza de la naturaleza cuya misión primaria en la vida es atrapar a su objetivo, sin importar las consecuencias. Lo curioso es que Ridgeway incluso se permite la “bondad” de tener un niño negro como ayudante y discípulo en sus correrías, elemento que lo acerca al capitán Ahab de Moby Dick.
Si, por un lado, el contexto político y social que se nos presenta es bastante opresivo, luego, a nivel formal, la realización está en total sintonía que lo que sucede. La música ambiental es poca, tendiendo hacia lo inexistente, los visualmente atractivos ambientes naturales son presentados como otros conspiradores en esta suerte de prisión en que vive la protagonista.
La belleza del paisaje queda subordinada a la dureza de lo que se cuenta y lo mostrado está siempre marcado por un velo medio onírico que, a ratos, funciona como escape a esa realidad de pesadilla armada por Jenkins como expresión de la masiva carga que significa vivir sin derecho alguno para decidir libremente.
The Underground Railroad no es una serie fácil de ver. No espere ningún alivio gracioso ocasional ni demasiadas florituras en algún otro sentido. Su ritmo es lento, aunque la progresión dramática no lo es tanto, así que sucederán más cosas de las que imagina, pero habrá que estar atento para poder apreciarlas.
El veredicto final: una producción que toca ver sí o sí, en primer lugar, por su contenido histórico, luego por su increíble factura, las grandísimas actuaciones y por el simple disfrute de una puesta en escena que será valorada a partir de ahora como un referente de televisión de calidad.
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