Que alguien me devuelva a Orson Welles

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Orson Welles, uno de los genios del séptimo arte. Foto tomada de ¡Mirá! – El Litoral.

Recuerdo que una vez, en alguna noche ebria, pensé en la respuesta de mi cuerpo a una violación antitética: en cómo respondería mi excedencia si una mujer se diera al terrorismo sexual con mi cuerpo, al abuso deshonesto. Eso, si es posible, y en qué grado, el placer extorsivo es la experiencia límite del sexo…

Orson Welles intentó una respuesta a este pensamiento no expuesto de muchos hombres. Lo hizo con el arte, en esa, su última película jamás concluida; otro de sus episodios límites: The Other Side of the Wind.

Este film es, entre tantos otros films en sí, la historia de una conquista en su versión, digamos, posmoderna: la del sometido que somete al conquistador. Eso, como tesis preliminar de un nudismo poético, y un tanto bucólico, cuando el cuerpo de Oja Kodar, en su papel de nativa americana, hiperboliza el paisaje y luego agrede, con toda la magnitud de su hiperrealismo, el cuerpo endeble y femenino de Robert Random.

Sobre un colchón de alambres en medio del desierto, el varón caucásico se doblega. Encima Oja Kodar, desnuda, un cuerpo como un obelisco…

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The other side of the wind es una pieza futurista construida en dimensiones paralelas, así tanto dentro del tiempo y el espacio narrativo, como también en la construcción de los personajes… Un director frustrado regresa a su país con sed de triunfo y reconocimiento, una serie de otros figurantes: actores, técnicos, camarógrafos, y luego los críticos y periodistas —esos virus del cine— en el mismo espacio cinematográfico.  La película es la filmación de la película, y de personas que son personajes… Todos, en una fiesta de una noche; la última de la vida del director Jake Hannaford (John Houston), alteridad del mismo Welles, del propio Houston.

Hasta ahí, hasta la idea del señor Welles, todo iba bien. No importa si tenía claro qué hacer con el material. Debemos saber que a su vuelta de Francia, el cineasta no era el mismo creador de Touch of evil; es, en 1976, la mente absorta de Chimes at Midnight y, quizá en exceso, un observador aventajado de la Nouvelle vague francesa, un amante de las rimas poéticas de Antonioni… Es normal.

Y, en medio de todo esto, sabemos que The Other Side… es un ajuste de cuentas con Hollywood, con sus reyes y sus parásitos. Welles, el Ciudadano obeso, volvió a la meca en 1970, con una película como la bola de un vidente: de frotarla, podía verse la muerte anticipada de la industria cinematográfica. Hoy, 42 años después de su rencor, sabemos que aquella predicción de la película es nuestro presente: la era Netflix.

Lo hizo con una cinta que fue, de inicio a fin, un work in progress; al mismo tiempo, exequias y natividad de un solo cuerpo. En lo adelante, fue ejercicio único de ficción transgresiva; un delirio de exceso que podemos llamar como nos dé la gana, incluso, metacine: la imagen cinematográfica derramándose fuera del vaso…

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Peter Bogdanovich, amigo de Welles y actor en la película, fue uno de los encargados del montaje de la cinta. El encargo lo hizo Netflix que, como vástago que vuelve a su partera, regresó a Orson para agradecerle. Lo hizo a la manera clásica, y no como el niño milenial que es: luchó contra el tiempo, contra los abogados y la política cultural iraní, para salvar los rollos originales de la película, almacenados en un almacén en Francia. Y ganó.

El único problema –no previsto por Bogdanovich y el equipo de montaje— es que Netflix no es una industria de los años 70; tampoco es la industria imaginada por Orson. Quienes amamos el cine tenemos hoy una certeza: todo lo que en algún momento salió mal con Hollywood, mañana puede terminar todavía peor en la era Netflix. The Other Side… es un ejemplo.

Igual, debemos agradecer el rescate (en Hollywood no lo hubieran hecho), y ese acto de sinceridad al estampar en el póster “A Netflix film”, porque, lo sabemos, ya no es la obra de arte que imaginó Orson Welles.

Si terminas de ver The Other Side of the Wind sabrás que la verdadera película no fue la que viste. Alguien (quizá el mismo Welles) escondió la auténtica. Luego de verla, uno tiene esa sensación de que lo incluido en la muestra, por alguna razón que ya no sabremos, es, apenas, una clave de acceso: el código Rosebud

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