Joker: la divina comedia del caos

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«A mal tiempo, buena cara», dicta un dicharacho popular algo inquietante y abrumador desde el momento en que te incita a una sola cosa: fingir. La mentira y la impostura son las exigencias más comunes en nuestras vidas, son un arte que aprendemos como buenos ciudadanos para adpatarnos a sobrevivir en cualquiera de las sociedades en que nos toque nacer. Mentimos siempre, hasta sin querer. Negamos nuestros impulsos más básicos, aceptamos leyes establecidas y universales para las que nadie nos consultó.

El ser humano promedio vive bajo la presión infinita del sistema de las relaciones sociales y acoge esa presión como «lo normal».  Sin embargo, qué pasa cuando no se es «un ser humano promedio», cuando no se forma parte de la aborrecible estadística de lo común, cuando se empieza a ser más individuo que ciudadano. ¿Qué sucede cuando se es terriblemente especial y la sociedad lo ignora? Preguntémosle a Arthur Fleck.

Arthur, un hombre con trastornos mentales que no puede dejar de reír, se fuerza con los dedos las comisuras de los labios hasta dibujarse una sonrisa mientras una lágrima deforma su maquillaje de payaso. La escena es sublime. Es el resumen metafórico de una historia que apenas lleva unos segundos de empezada. Joker, la que muchos catalogan como la película del año, la que parece haberle reservado a Joaquin Phoenix una estatuilla en la próxima entrega de los Oscar, la que movilizó a equipos policiales a las afueras de los cines estadounidenses por temor a altercados inspirados por su trama, es ese plano genial del personaje de Arthur frente al espejo obligándose a sonreír.

La película va de cómo este hombre se convierte en el mundialmente conocido «Joker» nacido del universo de cómics de DC. Explota los orígenes inciertos del villano más interesante del noveno arte, le vuelve más humano y así lo transforma de victimario en víctima, de vil criminal en antihéroe, de caótico asesino en revolucionario; no sin antes gastarse una crítica estupenda y profunda a los demonios de la sociedad contemporánea.

Desde la filosófica trilogía de Christopher Nolan, nadie se había atrevido a romper los moldes taquilleros de los filmes de superhéores. De hecho, nadie lo ha logrado aún. Como película, Joker es bondadosa y lanza algunos guiños a las historietas que le dieron origen, pero lo demás es de la cosecha propia de sus realizadores y es justamente eso lo que la hace única.

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El Joker de César Romero es una parodia torpe, como un dibujo animado de carne y hueso hecho para niños. El de Nicholson es infantil y ridículamente malvado, un narcisista con el ego herido por la curiosa deformación de su rostro. El de Jared Leto un exéntrico gánster con aires de chulo, un fiasco del que no valdría la pena hablar. El de Ledger, en cambio, es sublime. Es la obra del Joker más que el Joker en sí. El actor se hizo cargo de los pormenores del personaje para que los guionistas pudieran vaciar toda la genialidad del filme en un fascinante discurso anarquista, coherente y cuestionador. El Joker de Ledge es una teoría del caos… el de Phoenix, su matriz epistemológica.

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Una cosa hay que tener clara y es que «Joker» no va del Payaso Príncipe del Crimen, sino de Arthur Fleck.

Arthur es masticado y tragado por las terribles fauces de la civilización moderna tal y como lo somos todos de una u otra forma. Pero él es carne descompuesta, un producto defectuoso, un hombre con una enfermedad mental incapaz de adaptarse a un mundo que no acepta a gente como él. Mientras «el sistema» nos digiere y nos expulsa como materia no humana y autómatas conformes de naturaleza servil y miserable, a Arthur lo vomita. Entonces se convierte en el Joker, ese ácido insufrible que quema las entrañas de su sociedad y termina abriéndole un agujero por donde se cuela una revolución sangrienta y anárquica.

En la película se entiende, como en ninguna otra versión del universo de Ciudad Gótica, el porqué de la predestinación del Joker a ser el némesis de Batman. Uno crea al otro, de manera que se vuleven imprescindibles, incapaces de eliminarse de manera definitiva. Batman, o mejor, el millonario Bruce Wayne, representa el orden porque en la sociedad el orden lo impone la élite, ya sea con dólares o con artilugios y máscaras. El Joker, o mejor, Arthur Fleck, simboliza el caos, aunque no lo hace de forma premeditada. El caos es la naturaleza del despertar de la razón y los sentimientos que nunca pueden establecerse como norma, es decir, como el orden imperante. Ese desorden social que inaugura Fleck es la historia misma del anarquismo,  es un grito desesperado, el respiro salvador de un ahogado, la despresurización de los oprimidos y rechazados que saben qué destruir pero no qué edificar.

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Existe en el imaginario de los Estados Unidos cierta inclinación por convertir villanos en héroes. La cultura popular es la crisálida de la cual los asesinos salen transformados en íconos reverenciados. Sucedió con Jesse James, con Al Capone, con el terrible dúo de Bonnie y Clayde, incluso con malvados nacidos de la ficción como Vito Corleone o el Joker. Ese vicio macabro quizás nace de un reconocimiento de la humanidad a estos personajes que algunos no podemos ver. Todos, absolutamente todos, comparten un orígen trágico. Son hijos bastardos de su tiempo, son ese ácido que la sociedad no logra digerir y termina por causarle pequeñas úlceras. Resulta muy fácil identificarse con esa vileza de génesis dramática. A veces, incluso, puede que lleguemos a envidiarla.

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