Un naufragio, maldiciones, ciudades en ruinas, islas llenas de monstruos, folklore asiático, un protagonista con muchísimo estilo… Olija (2020, Skeleton Crew Studio) se inspira en varias obras y mitos, y aun así logra mantener una identidad propia muy reconocible. Faraday salió al mar en busca de fortuna con un puñado de hombres. Tras naufragar, se encontró con un archipiélago dominado por el clan Rottenwood. Mientras intentaba rescatar a sus hombres para volver a su tierra, se vio arrastrado hacia una aventura inesperada donde se convirtió en el líder de un grupo de sobrevivientes.
Los primeros compases de Olija dejan claro que la narrativa es lo más importante. Si bien estamos en una suerte de metroidvania, con una jugabilidad maravillosa, la principal idea de su creador es contar la historia de Terraphage, ese conjunto de islas donde ha terminado Faraday; podemos percibirlo en las conversaciones de los varios NPC con el protagonista, donde solo uno habla y el héroe escucha. En los inicios de cada nivel tenemos al barquero contándonos sobre las tierras que vamos a visitar, qué eran antes, qué son ahora, todo en tres o cuatro oraciones. Luego la visualidad tiene un peso importante: las ruinas siempre tienen algo que contar.
La jugabilidad de Olija se siente muy fresca e intuitiva, en específico las mecánicas vinculadas con el arpón legendario. Faraday se convierte en el centro de atención de todos al tomar posesión de esta arma que le permite teletransportarse. Esa es la mecánica principal: usar el arpón para acceder a zonas que de otro modo es imposible alcanzar. Tenemos un botón específico para lanzarlo, y si se encaja, entonces debemos presionar el mismo botón más la dirección en donde está, de lo contrario el arpón volverá a Faraday. De esa manera podemos movernos a través de grandes distancias sin tocar el suelo, escalar a lugares secretos, activar mecanismos específicos o emplearlos como arma para defendernos.
Las peleas con y sin el arpón son otro deleite. Olija cuenta con un sistema de combos muy orgánico y simple, más centrado en la animación y movimientos de Faraday que en una combinación de golpes. Tenemos cuatro armas secundarias: una ballesta, una escopeta, la espada lunar, y un estoque; este último es con el cual se realizan las combinaciones de golpes, que pueden complementarse con el arpón o sencillamente realizarse presionando una y otra vez el botón de ataque secundario. Otra posibilidad en los combates es clavar el arpón a un enemigo y teletransportarse hacia él, lo cual, además de funcionar como un obvio acercamiento, también nos ayuda a huir de un tumulto donde nos están masacrando.
Los combates con los bosses y mini-bosses son otra historia. En estos sí debemos encontrar cuál es el arma secundaria ideal y algún que otro patrón de ataque, pero sin ser difícil ni tedioso. Además, nunca son repetitivos: el estilo de cada uno es diferente por completo. A veces debemos huir y esperar una abertura. En otros, nos toca llevar la iniciativa. Una de las peleas de fin de nivel es sustituida por una fuga donde unos NPC, que durante todo la partida han actuado como seres sin voluntad, se lanzan como perros de presa sobre Faraday; es una experiencia diferente, donde no hay dificultad pero sí un desespero por escapar de esta horda repentina. En este punto me convencí de que incluso la jugabilidad, si bien peculiar y muy pulida, estaba supeditada a la narrativa.
Hay varios momentos parecidos a este de la persecución, que parecen no encajar completamente, pero es que Olija busca en todo momento sacarnos de la zona de confort. Así, encontramos un nivel donde debemos actuar con sigilo, pues los guardias no pueden descubrirte. En otro, el combate es más bien una danza peculiar. Son varios los instantes donde debemos realizar alguna acción que, por lo general, no vinculamos con este tipo de plataformas.
Entre nivel y nivel descansamos en Oaktide, un rudimentario asentamiento que poco a poco mejora gracias a Faraday, quien devuelve la esperanza a sus habitantes. Además de los compañeros de naufragio, rescatamos a otros individuos que permiten mejorar diferentes elementos, en teoría, para hacer más sencillo el combate, pero la verdad no se nota mucho. Aun así, estos descansos en el poblado se sienten como soplos de aire fresco entre niveles, y visualmente se nota cómo mejora la infraestructura del sitio y el ánimo de los habitantes.
Con un pixel art minimal al extremo, al estilo de Kingdom: New Lands (2016, Raw Fury), Olija puede engañarnos y hacernos creer que los detalles no son su fuerte. Sin embargo, mientras avanzamos por los distintos escenarios, podemos apreciar cómo el entorno es un elemento más dentro de su narrativa. Los esqueletos colgando de sogas, cientos de cadáveres desperdigados por los suelos, esclavos trabajando o despojos de seres humanos sentados junto al fuego, los templos en ruinas, las maderas podridas, el low-poly de su pixel art es una mascarada. Y eso sin hablar de las animaciones, fluidas como pocos títulos de este estilo, tanto en los movimientos de combate de Faraday como en los de los bosses que enfrentamos.
Olija no quiere ser difícil, prefiere entretenernos. No hay un momento frustrante, no hay un jefe terriblemente complicado. Tal vez pierdas una o dos veces, pero casi siempre es por falta de concentración. Su idea es exprimir al máximo sus mecánicas, su diseño de metroidvania, y contar. A veces las escenas son muy cinematográficas: la precoz embarcación moviéndose de izquierda a derecha mientras el barquero habla, el músico sentado en el acantilado tocando una tonada, o los encuentros fugaces con Olija, la princesa que da nombre al videojuego. Quizás el único problema del título es que deja con muchísimas ganas, una sed de seguir explorando el archipiélago, más combates, más bosses, pero el relato cierra perfecto, no hay espacio para más. Es parte de la magia de una buena historia: quedar enganchados cuando todo termina.
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