Un remake no es necesariamente una optimización del film original. Puede ser, digamos, una segunda opinión. En la Suspiria (2018) de Luca Guadagnino encontramos eso: cierta mirada novedosa. Desde el respeto a Darío Argento, compatriota y maestro italiano del cine de terror, el director de Call me by your name (2017) hace su película sobre aquello que su maestro dejó fuera en la primera versión de 1977. La última Suspiria —para mayor gloria y honor— no es, acaso, ni esa segunda opinión. Es otra obra maestra.
Este remake respeta en gran medida el argumento establecido: una escuela de danza en Alemania, una bailarina estadounidense, Susan Banion, que llega allí para continuar sus estudios. La escuela es el centro de un comando de brujas, quienes son, a la vez, profesoras de danza. Imaginamos lo que viene después. En cualquier género cinematográfico, las fórmulas con brujas siempre terminan igual: profecías o aquelarres.
Si bien las dos películas están ambientadas en Alemania, el contexto temporal no es el mismo —considérese la primera en el año antes señalado, situada cerca de un bosque; la de Guadagnino ocurre, muy específicamente, en los límites del Muro de Berlín—. También hay una variación en el tipo de danza. En la cinta de Argento se representa una escuela de ballet clásico; Guadagnino opta por la danza contemporánea como medio actualizado de expresión corporal. Y en eso, el cuerpo, se concentra la convergencia entre ambas obras: el cuerpo como territorio, recipiente y campo de batalla. Su dominio es el arte mayor de la magia negra de las brujas en las dos Suspiria. Esto se observa en los efectos físicos y síquicos de la hechicería sobre los personajes. Se trata de una narración paralela sobre la estética del desgaste visible en el cuerpo de la protagonista, Susan Banion.
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Suspiria, de Darío Argento: este director supo desde el inicio lo que pretendía: una película de terror. De ahí el argumento simple que rellena luego con imágenes efectistas típicas del género, aunque con un preciosismo estético propio de un cineasta virtuoso como Argento. El diseño escenográfico nos remite a la sordidez de una casa de opio dentro de un teatro chino, con ese color rojo que desborda el edificio (la escuela) desde la misma fachada, y que se extiende luego, con vetas góticas, por el interior. Todo el espacio es una alegoría sangrienta y oscura que se refuerza con una lluvia constante contra el vitral de las ventanas y entre el tormento de una banda sonora completamente instrumental, tormentosa y repetitiva: melodías como gemidos, gritos, una música aguda como esa disfrutada por Hitchcock. El primerísimo primer plano del grito es una boca que descompone las facciones, y ojos exorbitados. Es un recurso de siempre en el cine de terror y suspense. Pero Argento logra una mímesis del pavor, una máscara del miedo entre la bruma roja y sofocante de la luz. Ese es el color: rojo. La primera Suspiria es una marea roja.
A los acostumbrados al cine actual esta cinta les parecerá filmada en una maqueta, en ocasiones puede notarse esa falta de volumen en algunas secuencias o en la escenografía; la fotografía es buena, pero asfixia incluso en momentos en que no es necesario. Jessica Harper parece una muñeca inflable, no convence en el papel de Susan Banion. Me quedo con la escena de los gusanos, en el minuto 35.
Suspiria, de Luca Guadagnino: este remake postula uno de los símbolos del arte italiano: la sensualidad. Sabemos esto, no es necesario regresar al renacimiento, a la talla perfecta de los cuerpos. ¿Qué nos dicen las vértebras de Dakota Johnson (en el rol de Susan Banion) cuando se contorsiona sobre el tablado, durante la coreografía? Esto: Guadagnino es italiano. La danza del minuto 38 al 42 lo demuestra. Todo el volumen que interesa a este cineasta está en el cuerpo de Johnson: en la proyección de los músculos, el despliegue de los tendones; los huesos escarpados insinuándose bajo la tela del maillot. La cámara olfatea el cuerpo. Hay poesía en ello. Seguimos: Guadagnino, además, se arriesga a una narrativa más compleja. Cuenta la historia de la protagonista, con flashbacks a la infancia y otros recursos de tipo onírico. A diferencia de Argento, quien no profundizó en la vida del personaje de Susan Banion, la Susie de Guadagnino tiene pasado y un halo trascendental. El espectador inexperto no advertirá la semántica del pelo rojo de la chica (moda en Salem). La película está dividida en seis actos y un epílogo. La propia estructura refleja el interés narrativo del cineasta. Digámoslo así: la versión de Guadagnino es un sistema de referencias a la cinta original y al mismo tiempo un producto independiente, más completo y sobrio. Quien vio la primera Suspiria encontrará los gestos repetidos, y esos primeros planos desconcertantes, pero la fotografía es moderna, dinámica, y no busca el efectismo superficial, excepto en el aquelarre de 12 minutos en el acto final, muestra fantástica de giallo, ese subgénero del cine de terror al que pusieron nombre y estética auténtica los italianos. Guadagnino registra en su herencia y encuentra el valor de la sangre olfateada también por Argento. Hay que tener estómago para ver ese derrame continuo de vísceras y cabezas que explotan…
El reparto es de lujo, desde Tilda Swinton a la reaparición de Jessica Harper en un par de escenas. Un detalle.
El epílogo tiene por título “Una pera partida en dos”. Eso es lo que vemos en un plato, en la penúltima escena. Minutos antes, en el acto final, comprendimos quién era en realidad la Susan Banion de Argento, y qué parte de ella quedó en Guadagnino. Lo que no sabremos ciertamente desde ahora es el significado de las palabras finales de Banion al Doctor. No sabremos tampoco por qué una pera cortada en dos tiene algo que ver con un corazón dibujado en una pared.
Ok, que me diga alguien qué significa el final de la última Suspiria…
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