Al iniciar cada partida, nuestro personaje se encuentra cerca de un pozo. A veces solo descansa cerca de un árbol o en un banco; en otras ocasiones, está a punto de caer por el agujero o lo mira con curiosidad. Desde el título está claro de qué va a ir todo: Downwell (2015, Moppin) es un roguelike en caída libre, una obra que apenas emplea la tercera parte de la pantalla para precipitarnos en una aventura desenfrenada, donde lo más habitual será morir una y otra vez. Su creador, Ojiro Fumoto, apenas emplea tres colores (blanco, negro y rojo) para diseñar los niveles y señalarnos qué es peligroso, y hace girar toda la obra alrededor de una única mecánica: las botas que disparan.
Fumoto pensó en un primer momento realizar un Spelunky para móviles, un 2D scroller vertical. Mientras desarrollaba diferentes prototipos, le pareció que la mecánica de las botas disparadoras era un buen punto de partida, y decidió seguir por ese camino hasta desarrollar su videojuego, una obra que explota dos o tres elementos al máximo hasta lograr la perfección (en opinión de quien escribe).
Downwell va de un personaje que se lanza por un pozo con unas botas que le permiten disparar hacia abajo y, a su vez, frenar la caída. Las balas no son infinitas, apenas empezamos la partida con ocho, lo que nos fuerza a tomar decisiones con cautela y no emplearlas de golpe porque quedamos a merced de la gravedad y apenas tenemos tiempo a reaccionar. Para recargar, debemos descansar en una superficie o caer sobre un enemigo. Los enemigos pueden ser de dos tipos: están los completamente rojos, que no podemos tocarlos (de hacerlo, perdemos puntos de vida), solo vencerlos con balas, y los que tienen la parte inferior roja y la parte superior blanca; sobre estos últimos podemos caer sin ningún problema y recargar las botas. Al morir, los enemigos sueltan unas gemas, monedas de cambio para comprar en la tienda (administrada por un personaje sospechosamente parecido al villano final de la película de Ghostbusters de los ochenta). El detalle de las gemas está en que cuando llegamos a cien, entramos en una suerte de trance donde el valor de estas se duplica, y para mantener este estado, debemos seguir recolectando. Con estas reglas básicas que pueden descubrirse (o no) en una partida inicial, comenzamos con una dicotomía a la hora de trazar nuestra estrategia: pensar con calma cómo eliminar a los enemigos, o caer lo más rápido posible para que las gemas tengan un valor doble y así poder comprar más en la tienda.
Estos dos sistemas basados en ahorrar las balas o no, y aprovechar el valor doble de las gemas o no, casi siempre lo llevan a uno a jugar las primeras veces de forma pausada. Otra variable se nos agrega con los módulos de armas. En nuestra caída, a veces encontramos cavidades que al atravesar se detiene el tiempo; en ellas podemos encontrar una gran cantidad de gemas o una nueva arma. Existe una variedad decente de armas, y al recogerlas, también adquirimos puntos de vida, o aumentamos la cantidad de balas en nuestro cargador. Esto nos obliga a cambiar de arma constantemente para sanar o tener más balas, y nos impide mantener una única estrategia con un arma en específico porque en el late game tener pocas balas es fatal.
Downwell se asemeja mucho a Spelunky en cuanto a estructura: tiene cuatro tipos de niveles (cada uno con enemigos más complejos y menos superficies donde descansar) y un monstruo final que nos parece eterno. También bebe de Nuclear Throne, pues al finalizar cada nivel, tenemos la posibilidad de seleccionar un poder para mejorar nuestro avatar, muy parecido a las mutaciones del título de Vlambeer. Casi siempre escogemos entre tres opciones, y cada una de estas nos obliga a perfilarnos cómo será nuestra partida. Pero el azar no siempre nos acompaña a la hora de elegir. A mí, por ejemplo, me encanta la opción de consumir cadáveres, porque con esto regenero los puntos de vida e incluso puedo aumentarlos. Sin embargo, si esta opción no aparece en los primeros niveles, elegirla para el late game es una mala decisión porque en el cuarto mundo, ninguno de los enemigos deja un cadáver al ser eliminado. A su vez, hay otros poderes que son incompatibles con el de alimentarse de los cuerpos. De esta forma, Fumoto nos da la posibilidad de trazar una estrategia con las mejoras, pero siempre estamos a expensas del azar, y es casi imposible trazar un plan de antemano. Todo esto, al sumarlo a la decisión de jugar precipitadamente o no, termina por empujarnos hacia la opción del desenfreno.
Lo más genial de Downwell es su sistema de combos, que descubrimos ya de forma segura al enfrentar el tercer y cuarto mundo, y entendemos cómo ello puede cambiar radicalmente todo lo que habíamos aprendido con anterioridad. De esta forma el juego nos obliga a mutar una y otra vez y planificar diferentes estilos a la hora de enfrentar al monstruo final. Cada partida termina por ser una lección: uno siempre aprende algo nuevo tras perder y reiniciar, y de esta forma, el jugador casi siempre incorpora conocimientos sobre este universo de paleta tricolor. Este artículo ya lo compartí en una ocasión al hablar de otro roguelike (sí, este género es una de mis pasiones), y les dejo el enlace una vez más porque ese concepto de partidas significativas que desarrolla Horacio Maseda se refiere específicamente a este título, y es en parte de lo que he intentado hablarles.
No obstante, la principal característica de Downwell es lo adictivo que se vuelve. Sus partidas cortas (casi siempre menos de quince minutos), el frenesí de la caída, toda la tensión y reflejos puestos en un tercio de la pantalla, nos hipnotizan por completo. No se extrañe si al ver uno de sus gameplays le parezca estar viendo un speedrun en YouTube. Pocas veces he sentido tanta tensión con un juego como al enfrentarme al monstruo final de este pozo casi infinito. Mi única objeción es que me siento obligado a calentar antes de centrarme por completo, unas dos o tres partidas para despertar los sentidos y lanzarme a descubrir si existe un fondo al final de este abismo.
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